5.5.08

Neurotransmisores y prejuicios

La cruz roja del encuentro la marcaron en una banca el centro comercial más cercano a ambos. Entre el arquitecto y el sensible veinteañero había la certeza del nombre, la ocupación en la vida (profesionista VS estudiante) y la ocupación inmediata (evadir responsabilidades).

Entusiasmado, el arquitecto tomó el primer paso: -ya casi es mi hora de comer-. Cómo círculos de confusión, la dopamina le hinchó las neuronas al veinteañero. Con cada nueva cita, crecía la tolerancia a las drogas del cuerpo y patentaba los síntomas de una adicción.

Paso a paso, camino al punto de encuentro, el veinteañero sentía el columpio de la balanza equilibrando el estímulo orgánico y el reflexivo: una foto dice más que mil palabras, pero todas y cada una de ellas son producto de lo que inventa nuestra mente. Vueltas le daba al barbón de lentes oscuros que habría de conocer. A sus rasgos, su cabello corto, su postura recargada en un muelle europeo, pero sobre todo al espontáneo entusiasmo con que convocó a la cita.

La dopamina comenzó a inhibirse. "En un siglo como éste, alguien que propone algo tan espontáneamente sólo puede ser alguien feo", pensaba.

No terminó de reflexionar cuando había llegado a la banca. Se sentó sobre la marca. Traía su suéter café y su pantalón azul. Lo que ahora daba vueltas dentro de su cráneo eran las múltiples, casi totales, veces en que una fotografía y una persona se perdían en la incoincidencia. Menos estatura, menos brillo en la mirada, despropórción corporal o simplificación de algún rasgo que parecía otro.

"El fenómeno contrario es infrecuente, fortuito, efímero", seguía. "Es mucho más probable que la incoincidencia física se compense con virtudes de la personalidad a que una persona luzca mejor que la imagen de sí misma."

De tanto pensar, la dopamina se había disuelto. Se quitó el suéter, pero no se fue. Deseaba tener el poder de rasurarse, cortarse el cabello, cambiarse la ropa, aparecer una revista que le distrajera; sin embargo, no deseaba tener la capacidad de, sencillamente, desaparecer.

-¿Alberto?-, le preguntó. Sentado, con las piernas cruzadas en flor de loto, levantando la cabeza, pensó qué era lo mejor. Repasó sus opciones bajo la presión de una sonrisa boba, ojos caídos y una persona lejana a la de la foto.

-No-.

Tomó su suéter, se levantó, vió cómo el arquitecto siguió buscando, pero luego lueguito le dio la espalda y se fue.

8 comentarios:

nalguita dijo...

yo igual, no mato ni una mosca
uufa!

Love doctor dijo...

Yo sí mato moscas, pero...esperen...qué es esto???!!! www.poquita-fe.blogspot.com

Anónimo dijo...

el tiempo nunca muere, gran ventaja

sirako dijo...

órales, poquita fé es re buen nombre a ver voy pa allá. eso de poner publicidad en los comentarios no te ayuda.

rafafefifofu dijo...

No muchacho... tienes tiempo de verme hacer el oso y grabar el momento justo, cuando todos abandonen por que soy pone discos de a mentissss.

Gracias a tí conocí a Metric es mi nueva obsesión veinteañera.

Mario Vela dijo...

es alrevez el tiempo me mata, aunque se supone que es relativo...




saludos!!

Silencio dijo...

El tiempo? Eso quéeeeee?
Cómo que la publicidad no ayuda!! Si derechito agarraron pa' allá.

Unknown dijo...

a mi lo que me esta matando es el tiempo...jejejjee

Tengo alma, pero no soy un soldado.

La belleza está donde uno la encuentra.